miércoles, 30 de noviembre de 2011

Veinte años creciendo



jueves, 24 de noviembre de 2011

Mientras se fríe el tocino

Las migas de Antonio

Minuto 13:45

Bolsa de San Francisco

“La apertura del mercado del 12 de octubre en aquella Bolsa, única en el mundo, no presentó nada de extraordinario. Aproximadamente a las once, se vio a los principales corredores y agentes de negocios abordarse con alegría o con seriedad, según sus temperamentos particulares, cambiar apretones de manos, dirigirse al café y preludiar con libaciones propiciatorias las operaciones de la jornada. Uno a uno, iban a abrir la puertecita de cobre de los casilleros numerados que reciben en el vestíbulo correspondencia de los abonados, sacaban de aquéllos enormes paquetes de cartas y los ojeaban distraídamente.
Bien pronto se formaron los primeros corrillos del día, al mismo tiempo que la multitud atareada engrosaba de un modo insensible. Un ligero murmullo se elevó en los grupos, cada vez más numerosos.
Entonces comenzaron a llover telegramas desde todos los puntos del globo. Apenas pasaba un minuto sin que un trozo de papel azul, leído a voces en medio de la tempestad de gritos, no fuese a aumentar, en la pared del norte, la colección de telegramas fijados por los ordenanzas de la Bolsa.
La intensidad del movimiento crecía de minuto en minuto. Los empleados entraban corriendo, volvían a salir, se precipitaban hacia la oficina telegráfica y entregaban las respuestas. Todos los cuadernos eran abiertos, anotados, emborronados o rasgados. Una especie de locura contagiosa parecía haber tomado posesión de la multitud, cuando, a eso de la una, pareció pasar algo misterioso, como un estremecimiento, a través de aquellos grupos agitados.
Una noticia asombrosa, inesperada, increíble, acababa de ser llevada por uno de los asociados del «Banco del Far-West» y circulaba con la rapidez del relámpago.

Una verdadera ola humana rodó hacia el cuadro de telegramas. El último trozo de papel azul estaba concebido en estos términos:

«Nueva York, 12 horas, 10 minutos. — Banco Central. Fábrica Stahlstadt. Suspendido pagos. Pasivo conocido; doscientos treinta y cinco millones de pesetas. Schultze desaparecido.»


A las dos, comenzaron a inundar la plaza las listas de quiebras secundarias, derivadas de la de Herr Schultze. El Minning Bank, de Nueva York, era el que más perdía. La casa Westerley e Hijos, de Chicago, se encontraba perjudicada en treinta y cinco millones de pesetas; la casa Milwankee, de Buffalo, en veinticinco millones; el Banco Industrial de San Francisco, en siete millones y medio... A continuación, figuraban al por menor las casas de tercer orden.
Sin que fuesen esperadas siquiera aquellas noticias, las consecuencias naturales del acontecimiento se desarrollaban con furor.
El mercado de San Francisco, tan pesado por la mañana, al decir de los expertos, no lo era tanto a las dos. ¡Qué sobresaltos! ¡Qué alzas! ¡Qué desenfrenado desencadenamiento de la especulación!
¡Alza en los aceros, que subían de minuto en minuto! ¡Alza en las hullas! ¡Alza en las acciones de todas las fundiciones de la Unión americana! ¡Alza en los productos de todas clases, fabricados por la industria del hierro! ¡Alza en los terrenos de France-Ville...! Después de haber descendido hasta cero y desaparecido de la cotización, como consecuencia de la declaración de guerra, se encontró súbitamente elevada a ciento ochenta dólares el acre por precio solicitado...

Todo cuanto se sabía era que, aceptada el 25 de setiembre por Herr Schultze una operación efectuada por Jackson, Eider y Compañía de Buffalo, y cuyo importe ascendía a cuarenta millones de pesetas, y habiendo sido presentada la correspondiente letra a Schering. Strauss y Compañía, banqueros del Rey del Acero en Nueva York, estos señores habían comprobado que, verificado el balance del crédito de su cliente, éste era insuficiente para responder de aquel enorme pago, e inmediatamente le habían dado aviso telegráfico del hecho sin haber obtenido contestación; que, entonces, habían recurrido a sus libros, y habían comprobado, estupefactos, que, desde hacía trece días, no habían llegado de Stahlstadt ninguna letra ni valor alguno; que, a partir de aquel momento, las letras y los cheques recibidos por Herr Schultze para su pago se habían ido acumulando cotidianamente para sufrir la suerte común y volver al punto de origen con la indicación «no effects» (no hay fondos).
Durante cuatro días, las peticiones de informes, los inquietantes telegramas, las indagaciones furiosas se habían dirigido, de una parte, a la casa de banca, y, de otra, a Stahlstadt.
Por fin, había llegado una respuesta decisiva:
«Herr Schultze ha desaparecido desde el 17 de setiembre —decía el telegrama—. Nadie puede proporcionar el menor esclarecimiento de este misterio. No ha dejado órdenes, y las cajas del sector están vacías.»
Desde entonces no había sido posible disimular la verdad. Los principales acreedores se habían recelado y habían depositado sus efectos ante el tribunal de comercio. La bancarrota se fue determinando en el transcurso de algunas horas y con la rapidez de la pólvora, arrastrando consigo su cortejo de ruinas secundarias. El 13 de octubre, a las doce del día, el total de las sumas reclamadas por los acreedores conocidos era de doscientos treinta y cinco millones de pesetas. Todo hacía prever que, con las deudas complementarias, el pasivo se aproximaría a trescientos millones.

En la fábrica, durante los primeros días, los trabajos habían continuado como de ordinario, en virtud de la velocidad adquirida. Cada uno había proseguido su tarea parcial dentro del limitado horizonte de su sección. Las cajas particulares habían abonado los jornales todos los sábados. La caja principal había hecho frente hasta aquel día a las necesidades locales. Pero la centralización había llevado a Stahlstadt a un alto grado de perfección; su dueño se había reservado de una manera demasiado absoluta la intervención de todos los asuntos, para que su ausencia no llevase consigo, en un plazo muy corto, la forzosa paralización de las máquinas.

Los funcionarios más elevados de la fábrica ni siquiera habrían pensado nunca en salir de sus atribuciones regulares. Investidos ante sus subordinados de un poder casi absoluto, todos ellos estaban sometidos a Herr Schuitze —y aun sometidos a su único recuerdo—, como otros tantos instrumentos sin autoridad, sin iniciativa y sin voz ni voto. Cada uno se había limitado, pues, a la reducida responsabilidad de su mandato, y había esperado, calculado y «visto venir» los acontecimientos.
Al fin, los acontecimientos habían llegado. Aquella situación singular se había prolongado hasta el momento en que las principales casas interesadas, alarmadas súbitamente, habían telegrafiado, solicitado una respuesta, reclamado, protestado, tomado, en fin, sus precauciones legales. Se había necesitado de todo aquel tiempo para llegar hasta aquello. Nadie se decidió con gusto a creer en una notoria prosperidad del negocio, al ver que su director ponía los pies en polvorosa. Y, a la sazón, el hecho estaba patente: Herr Schultze se había librado de sus acreedores.

Así, pues, ausente él, todo el mundo se encontraba ante la nada absoluta, y todo aquel edificio formidable se derrumbaría como un castillo de naipes...
En cualquiera otra situación, los acreedores hubieran podido formar un sindicato, substituir a Herí Schultze, alargar la mano hacia su activo y apoderarse de la dirección de los negocios. A juzgar por las apariencias, habrían reconocido que, para que las máquinas funcionasen, sólo faltaba un poco de dinero y un poder regulador.
Pero nada de aquello era posible. Faltaba el instrumento legal que operase aquella substitución. Todo el mundo se encontraba detenido por una barrera moral más infranqueable, si hubiera sido posible, que las circunvalaciones elevadas alrededor de la Ciudad de Acero. Los infortunados acreedores veían la equivalencia de su deuda, y se hallaban en la imposibilidad de apropiársela.
Todo cuanto pudieron hacer fue reunirse en asamblea general, ponerse de acuerdo y dirigir una súplica al Congreso para que tomase cartas en el asunto, amparase los intereses de sus compatriotas, decretase la anexión de Stahlstadt al territorio americano e hiciese entrar, así, a aquella creación monstruosa en el derecho común de la civilización. Varios miembros del Congreso estaban personalmente interesados en el asunto; por una parte, pues, la súplica estaba de acuerdo con el carácter americano, y había motivo para pensar que sería coronada por un pleno éxito. Por desgracia, no actuaba el Congreso, y era de temer que transcurriese demasiado tiempo antes de que el asunto pudiese ser sometido a deliberación.
Mientras se esperaba ese momento, nada llegaba ya a Stahlstadt, y los hornos se iban apagando uno a uno.
Así, pues, la consternación era profunda en aquella población de diez mil familias que vivían de la fábrica. Pero, ¿qué hacer...? ¿Continuar el trabajo, con la esperanza de un jornal que acaso tardaría en llegar seis meses o que quizá no llegase nunca...? Nadie era de esa opinión. Además, ¿qué trabajos habrían de hacer? La fuente de los encargos se había agotado al mismo tiempo que las otras. Todos los clientes de Herr Schultze, para reanudar sus relaciones, aguardaban la solución legal. Los jefes de sección, los ingenieros y los capataces, privados de órdenes, no podrían resolver...
Hubo reuniones, mítines, discursos y proyectos. No se tomó ningún acuerdo, porque no era posible. La falta de trabajo arrastró bien pronto consigo su cortejo de miseria, de desesperaciones y de vicios. Vacío el taller, la taberna se llenaba. Por cada chimenea que dejaba de humear en la fábrica, se veía nacer una taberna en las aldeas de los alrededores.
Los mejores obreros, los más expertos, los que habían sabido prever que llegarían los días difíciles y guardar un ahorro, se apresuraron a huir con todos sus bártulos, con las herramientas y con sus mujeres, y sus mofletudos hijos quedaban encantados por el espectáculo que presenciaban desde las ventanillas de los vagones...
Partieron, pues, se desperdigaron por los cuatro puntos del horizonte, y bien pronto encontraron —uno al sur, otro al este, otro al norte— otra fábrica, otro yunque, otro hogar...
Pero para uno, para diez que pudieran realizar aquel sueño, ¡cuántos había a quienes la miseria retenía en aquel lugar...! Estos se quedaron con la mirada vaga y el corazón inquieto...
Se quedaron, vendiendo sus pobres ajuares a esa nube de pájaros de presa con figura humana que se posan por instinto sobre todos los grandes desastres, acorralados en pocos días por tremendos expedientes, y privados bien pronto de crédito y de jornal, de esperanza y de trabajo, y viendo prolongarse ante ellos, sórdido como el invierno que iba a comenzar, un porvenir de miseria...”


Julio Verne
Los quinientos millones de la Begun

martes, 22 de noviembre de 2011

Marilyn

lunes, 21 de noviembre de 2011

Escrito en Florencia

“Nace aqui una cuestion ampliamente debatida: si es mejor ser amado que temido o viceversa. Se responde que sería menester ser lo uno y lo otro; pero, puesto que resulta difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado cuando se haya de renunciar a una de las dos. Porque en general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras le haces favores son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos —como anteriormente dije— cuando la necesidad está lejos; pero cuando se te viene encima vuelve la cara. Y aquel príncipe que se ha apoyado enteramente en sus promesas, encontrándose desnudo y desprovisto de otros preparativos, se hunde: porque las amistades que se adquieren a costa de recompensas y no con grandeza y nobleza de ánimo, se compran, pero no se tienen, y en los momentos de necesidad no se puede disponer de ellas. Además los hombres vacilan menos en hacer daño a quien se hace amar que a quien se hace temer, pues el amor emana de una vinculación basada en la obligación, la cual (por la maldad humana) queda rota siempre que la propia utilidad da motivo para ello, mientras que el temor emana del miedo al castigo, el cual jamás te abandona. Debe, no obstante, el príncipe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y no ser odiado. Conseguirá esto siempre que se abstenga de tocar los bienes de sus ciudadanos y de sus súbditos, y sus mujeres. Y si a pesar de todo le resulta necesario proceder a ejecutar a alguien, debe hacerlo cuando haya justificación oportuna y causa manifiesta. Pero, por encima de todas las cosas, debe abstenerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio. Además, motivos para arrebatar los bienes no faltan nunca y el que comienza a vivir con rapiña encontrara siempre razones para apropiarse de lo que pertenece a otros; por el contrario motivos para ejecutar a alguien son más raros y pasan con más rapidez”... “Concluyo, por tanto volviendo a lo relativo a ser amado y temido, que —como los hombres aman según su voluntad y temen según la voluntad del príncipe— un príncipe prudente debe apoyarse en aquello que es suyo y no en lo que es de otros. Debe tan solo ingeniárselas como hemos dicho, para evitar ser odiado.”

......

“No se me oculta que muchos han tenido y tienen la opinión de que las cosas del mundo están gobernadas por la fortuna y por Dios hasta tal punto que los hombres, a pesar de toda su prudencia, no pueden corregir su rumbo ni oponerles remedio alguno. Por esta razón podrían estimar que no hay motivo para esforzarse demasiado en las cosas, sino más bien para dejar que las gobierne el azar. Esta opinión ha encontrado más valedores en nuestra época a causa de los grandes cambios que se han visto y se ven cada día por encima de toda posible conjetura humana. Yo mismo, pensando en ello de vez en cuando, me he inclinado en parte hacia esta opinión. No obstante, para que nuestra libre voluntad no quede anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de las acciones nuestras, pero la otra mitad, o casi, nos es dejada, incluso por ella, a nuestro control. Yo la suelo comparar a uno de esos ríos torrenciales que, cuando se enfurecen, inundan los campos, tiran abajo árboles y edificios, quitan terreno de esta parte y lo ponen en aquella otra, los hombres huyen ante él, todos ceden a su ímpetu sin poder plantearle resistencia alguna. Y aunque su naturaleza sea ésta, eso no quita, sin embargo, que los hombres, cuando los tiempos están tranquilos, no puedan tomar precauciones mediante diques y espigones de forma que en crecidas posteriores, o discurrirían por un canal, o su ímpetu ya no sería ni tan salvaje ni tan perjudicial. Lo mismo ocurre con la fortuna: ella muestra su poder cuando no hay virtud organizada y preparada para hacerle frente y por eso vuelve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido los espigones y los diques para contenerla”.


Nicolás Maquiavelo
El Príncipe

martes, 15 de noviembre de 2011

Caperucita

lunes, 14 de noviembre de 2011

Casatschok
























viernes, 4 de noviembre de 2011

Gymnopédies



jueves, 3 de noviembre de 2011

Hijos

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Frau elegant