domingo, 23 de febrero de 2014

El sentimiento de un occidental

El Rosario

En nuestras calles, al anochecer,
es tal la lobreguez, hay tal melancolía
que el bullicio, las sombras, la marejada, el Tajo
me provocan un deseo absurdo de sufrir.
 
Parece el cielo bajo y neblinoso,
el gas extravasado me marea y perturba;
y las casas, con las chimeneas y la turba,
se entoldan de un color londinense y monótono.

Suenan los coches de alquiler, al fondo,
llevando a los que parten a la estación. ¡Felices!
Pasan exposiciones por mi mente, países:
¡Madrid, París, Berlín, San Petersburgo, el mundo!

A jaulas se parecen, a viveros,
los edificios aún en armazón:
igual que los murciélagos al toque de campanas,
saltan de viga en viga los maestros carpinteros.

Vuelven los calafates, en cuadrillas,
con las blusas al hombro, bien tiznados y secos;
me embreño enmimismado por rúas y callejas
o yerro por los muelles donde atracan los botes.

Y evoco, allí, las crónicas navales:
moros, bajeles, héroes, ¡todo resucitado!
¡Lucha en el Sur Camões salvando un libro a nado!
¡Singlan naves soberbias que yo nunca veré!

El final de la tarde me inspira e incomoda.
Bogan los botes de un acorazado inglés;
y en tierra, resonantes de lozas y cubiertos,
relucen en la cena los hoteles de moda.

En un tinglado arengan dos dentistas;
un arlequín renqueante bracea en unas andas;
querubines de hogar trepan a barandillas;
¡en las puertas, sin gorra, los tenderos se enfadan!

Vacíanse arsenales y oficinas,
brillas, viscoso, el río; van obreras con prisa;
y de una masa negra, hercúleas, galloferas,
corriendo con firmeza surgen las carboneras.

Sacudiendo sus ancas opulentas,
sus troncos varoniles me recuerdan pilastras;
y, en la cabeza, algunas mecen en las canastas
a hijos que después naufragan en tormentas.

¡Descalzas! En descargas de carbón
desde el alba a la noche, a bordo de fragatas;
¡se apiñan en un barrio donde maúllan gatas
y el pescado podrido da focos de infección!


II
Noche cerrada

En cárceles hacen sonar las rejas. ¡Ruido
que mortifica y deja unas locuras mansas!
La cárcel en que están hoy viejitas y niñas
¡qué raramente encierra a una mujer con título!

Y desconfío yo hasta de un aneurisma,
tan mórbido me siento, al encender las luces;
mirando las prisiones, la vieja Seo, las cruces,
me llora el corazón, que se harta y que se abisma.

Poco a poco los pisos se iluminan;
las tascas, los cafés, las tiendas, los estancos
cubren con lienzos sus reflejos blancos;
la luna es como un circo con juegos malabares.

Dos iglesias, en una calle triste,
lanzan la mancha negra y fúnebre del clero;
puedo husmear un yermo inquisidor severo
apenas me aventuro y extiendo por la Historia

La parte que se hundió en el terremoto
me empareda con casas rectas, iguales, altas,
me encaran, en el resto, las cuestas empinadas
y un tañer de campanas monástico y devoto.

En un recinto público y vulgar,
con bancos de parejas y exiguos pimenteros,
monumental, broncíneo, con guerreras hechuras,
¡un épico de antaño asciende en un pilar!

Yo sueño con el Cólera, imagino la Fiebre
en medio de este cúmulo de cuerpos infectados;
sombríos y espectrales se encierran los soldados;
un palacio se inflama frente a una casa en ruinas.

Parten patrullas de caballería
por arcos de cuarteles que antes fueron conventos;
¡Ay, Edad Media! A pie, otras, a pasos lentos
se derraman por toda la capital, más fresca.

¡Triste ciudad! ¡Yo temo que avives
una pasión difunta! En farolas distantes
con su blancor me enlutan tus damas elegantes
sonriendo, inclinadas, a relojes y joyas.

Y aún más: las costureras, las floristas
saliendo de almacenes, me causan sobresaltos;
les cuesta mantener los cuellos bien erguidos
y muchas de ellas son comparsas o coristas.

Y yo, con anteojo de una lente,
encuentro siempre tema de cuadros tumultuosos;
en la cervecería entro; los emigrados
a la cruda luz ríen; juegan  al dominó.


III
Al gas

Salgo. La noche pesa, aplasta. En los
paseos enlosados se arrastran las impuras.
¡Moles hospitalarias! Por las embocaduras
sale un soplo que eriza hombros casi desnudos.

Me rodean las tiendas, tibias. Creo
ver cirios laterales, ver filas de capillas
con santos y con fieles, con andas, ramos, velas,
en una catedral de una largura inmensa.

Las burguesitas del catolicismo
resbalan en el suelo minado por los caños;
con el lloro doliente de los pianos recuérdanme
a las monjas que ayunos mataban de histerismo.

Con delantal, al torno, en una forja
un herrero maneja un mazo rotamente;
de una panadería emana, aún caliente,
un olor saludable y honesto a pande horno.

Y yo, que ando pensando un libro que exacerbe,
quisiera que surgiera de lo real y su análisis;
casas de confecciones y modas resplandecen;
contempla escaparates un ladronzuelo imberbe.

¡Largas bajadas! ¡No poder pintar
con versos magistrales, salubres y sinceros,
la tenue difusión de vuestros reverberos
y vuestra palidez romántica y lunar!

¡Cómo cobra importancia aquella lúbrica
que encorsetada escoge mantones con dibujo!
Su perfección atrae, magnética, entre el lujo
que en mostradores de caoba se amontona.

¡Y aquella vieja con diadema! A ratos
su aspecto imita, abierto, un abanico antiguo
de bandas verticales, de dos tonos. Muy cerca
escarban, a sus anchas, sus dos mecklemburgueses.

Se despliegan tejidos extranjeros;
plantas ornamentales se secan en vitrinas;
sofocadores copos de polvos de arroz flotan
y en nubes de satenes se quiebran los cajeros.

¡Mas todo cansa! Apagan las fachadas
sus candelabros, como estrellas, poco a poco;
solitario un lotero murmujea gangoso;
se vuelven mausoleos los fulgentes tinglados.

“!Piedad, miseria… compasión de mí!...”
Por las esquinas, calvo, eterno, sin descanso
pide siempre limosna un hombrecillo anciano,
¡mi viejo profesor de clases de latín!


IV
Horas muertas

El hondo techo de oxígeno, de aire,
a lo largo se extiende por entre las buhardillas;
lágrimas de luz de astros con ojeras,
me exalta la quimera azul de transmigrar.

Abajo, ¡qué portales! ¡Qué trazados!
Cae en el enlosado a oscuras un tornillo:
se colocan los cierres, rechinan cerraduras,
me espantan los sangrientos ojos de una calesa.

Sigo, como las líneas de una pauta,
la doble hilera augusta de las fachadas; luego
se alzan en el silencio, infaustas, gorjeadas,
las notas pastoriles de una lejana flauta.

¡Si no muriera nunca! ¡Y ya por siempre
buscase y consiguiese la perfección de todo!
¡Me pierdo imaginando castísimas esposas
que aniden en mansiones de vidrio transparente!

¡Y nuestros hijos! ¡Cuantos sueños ágiles
darán a vuestras vidas nitidez al posarse!
Vuestras madres y hermanas, las quiero estremecidas
dentro de habitaciones translúcidas y frágiles.

¡Como la raza rubia del futuro,
las ancestrales flotas, los nómadas ardientes,
iremos a explorar todos los continentes,
seguiremos surcando vastedades acuáticas!

¡Pero vivimos hoy emparedados
en un valle sin árboles, oscuro, entre murallas!...
Vislumbro, en la tiniebla, las hojas de navajas
y escucho, estrangulados, los gritos de socorro.

Y en estos nebulosos corredores
surgen los nauseabundos vientres de las tabernas;
de vuelta, pesarosos, dando traspiés sus piernas,
van del brazo, cantando, los tristes bebedores.

Yo, pese a todo, no temo a los robos;
se desvían, de lejos, inciertos caminantes;
y sucios, sin ladrar, flacos, con fiebre, errantes,
amarillean perros que más parecen lobos.

Los serenos revisan escaleras,
andan con un farol y sirven de porteros;
arriba, las perdidas, con sus batas ligeras,
tosen, fumando, sobre saledizos de piedra.

¡Y enorme, en esta masa irregular
de predios sepulcrales del tamaño de montes,
el dolor de los hombres busca amplios horizontes
y tiene olas, de hiel, como un siniestro mar.


 Cesário Verde

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Magnífico.

1 de marzo de 2014, 10:18  

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