jueves, 27 de agosto de 2009

Limonada

Cuando vino a mi casa meses atrás a medir
las paredes para las estanterías de libros,
Jim Sears no parecía un hombre que hubiera perdido
a su único hijo en las aguas profundas
del río Elwha. Tenía mucho pelo, parecía tranquilo,
restallaba los nudillos, vivía con energía, cuando
discutíamos sobre tablas y sujeciones, y este tono de roble
comparado con aquél. Pero ésta es una ciudad pequeña,
un mundo pequeño. Seis meses después, terminada
la estantería, montada e instalada, el padre
de Jim, un tal señor Howard Sears, el cual “colabora con su hijo”,
viene a pintar nuestra casa. Me dice -cuando le pregunto, más
por cortesía de ciudad pequeña que por otra cosa: “¿Cómo está Jim?”,
que su hijo perdió a Jim hijo en el río la primavera pasada.
Jim se culpa a sí mismo. “No se lo puede
quitar de la cabeza, añade el señor Sears. “Creo que también
se está volviendo un poco loco, añade, poniéndose
su gorra de Sherwin-Williams.

Jim tuvo que ver cómo el helicóptero
sacaba del río con una especie de tenazas
el cuerpo de su hijo. “Usaron algo como tenazas de cocina
para eso, imagínese. Sujetas a un cable. Pero Dios siempre
se lleva a los mejores, ¿no cree usted?”, dice el señor Sears.
“Sus designios son misteriosos.” “¿Qué piensa usted de esto?”,
quiero saber. “No quiero pensar en eso”, dice él. “Nosotros
no somos quiénes para ocuparnos de Sus designios. No somos
quiénes para saber esas cosas. Lo único que sé es que se
llevó con Él al pequeño.”

Sigue contándome que la mujer de Jim padre le llevó a trece
países europeos con la esperanza de que lo olvidase. Pero
no lo consiguió. No pudo. “Una misión sin cumplir”, dice Howard.
Jim cogió la enfermedad de Parkinson. ¿Qué más?
Ya ha vuelto de Europa, pero aún se echa la culpa
porque aquella mañana mandó a su hijo al coche a buscar
aquellos termos con Iimonada. ¡Y aquel día no necesitaron
la limonada !Señor, señor, lo que él pensaba de Jim
lo había contado cien - no, mil - veces desde entonces, y a todo
el que quisiera escuchar. ¡Si aquella mañana no hubieran hecho
la limonada! ¿En qué estarían pensando?
Además, si no hubieran ido a la compra al
Safeway la tarde anterior, y si aquella bolsa de limones hubiera seguido donde
estaba, con las naranjas, manzanas, uvas y plátanos.
Porque eso era lo que de verdad quería comprar Jim, unas naranjas
y unas manzanas, no limones para hacer limonada, pues aborrecía
los limones - al menos, ahora los aborrecía -, pero a su hijo Jim
le gustaba la limonada, siempre le gustó. Quería limonada.

“Veamos las cosas desde este punto de vista”, decía Jim padre.
“Aquellos limones tenían que venir de algún sitio, ¿o no?
Probablemente del Imperial Valley, o de otro sitio cerca de
Sacramento. Cultivan limones allí, ¿no?” Los habían plantado y
regado y cuidado y luego metido en cajas y mandado por tren
o en camión a este sitio olvidado de Dios donde uno no puede
evitar quedarse sin sus hijos. Esas cajas las descargaron del
camión chicos no mucho mayores que el propio hijo de Jim.
Luego tuvieron que desembalarlas esos mismos chicos y los lavó
otro chico que seguía vivo, andando por la ciudad, vivo y
respirando. Luego los llevaron a la tienda y los pusieron en
aquel cajón bajo aquel llamativo cartel que dacia: ¿Ha tomado
usted limonada últimamente? Y Jim retrocedía a las primeras
causas, al primer limón que se cultivó en la tierra. ¡Si nunca
hubiera habido limones, no habrían estado en la frutería del
Safeway! Bueno, entonces Jim todavía tendría a su hijo, ¿o no?
Y Howard Sears todavía tendría a su nieto, claro que si.
¿Entiende? Había mucha gente que participó en esta tragedia.
Estaban los granjeros y los que los recogieron,
los camioneros, la frutería del Safeway también Jim padre,
que estaba dispuesto a asumir su cuota de responsabilidad,
naturalmente. Era el que se sentía más culpable de todos.
Y seguía cayendo en picado - me dijo Howard Sears -.
Con todo, tendría que superarlo y seguir.
Con el corazón roto, cierto. Pero incluso así.

No hace mucho la mujer de Jim consiguió que éste aprendiese
a tallar la madera en una academia de la ciudad. Ahora intenta
tallar osos y focas, búhos, águilas, gaviotas, de todo, pero
no puede estar demasiado con cada criatura y terminar su trabajo,
es la opinión del señor Sears. El problema es -sigue Howard
Sears-, que cada vez que Jim mira su torno o su navaja de
tallar, ve a su hijo surgiendo del agua del río
cuando lo sacan -lo pescan con carrete se podría decir- y
se pone a dar vueltas y vueltas hasta que está arriba
por encima de los abetos, con unas tenazas agarrándole por
la espalda, y luego el helicóptero da la vuelta y sigue
río arriba acompañado por el rugido del zap-zap de sus
aspas. Jim hijo adelantó a los que le buscaban en la orilla
del río. Tiene los brazos estirados a los lados y despide
agua. Pasa por encima una vez más, ahora más cerca, y vuelve
un minuto después para que lo depositen, siempre con suavidad,
directamente a los pies de su padre. Un hombre a quien,
habiéndolo visto todo - su hijo muerto sacado del río
con unas tenazas metálicas y dando vueltas por encima
de la línea de árboles - sólo le apetece morir. Pero
la muerte es para los mejores. Y recuerda cuando la vida era
dulce y ya no puede encarar dulcemente lo que le queda de vida.



Raymond Carver

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