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Julio Cortázar, Corrección de pruebas en Alta Provenza. R.M Verlag; primera edición, abril de 2012. Introducción de Juan Villoro. 46 páginas.
En el verano de 1972, Julio
Cortázar recibió en su casa de Saignon las galeradas de pruebas de el Libro de Manuel, metió vino, provisiones
y la máquina de escribir en su furgoneta Volkswagen, que llevaba la “F” de
Francia y para él se convirtió en Fafner,
el dragón wagneriano, y se perdió en la naturaleza y la soledad de la Alta
Provenza para enfrentarse a esa corrección, reflexionar sobre el libro y anotar
en un cuaderno los sucesos y reflexiones. La furgoneta y el paisaje son los de
la foto. El cuaderno se convirtió en este libro.
El libro cuyas pruebas iba a
corregir era difícil, tanto por la experimentación como por la intencionalidad
política. Ya se encarga Juan Villoro en la introducción de considerar que este
cuaderno de reflexiones es el “libro bueno”, mientras que el Libro de Manuel es el “libro fracasado”,
quizá por introducir las “contingencias políticas”.
No puedo estar de acuerdo con
Villoro, porque muchos libros de la historia de la literatura han tratado de
contingencias políticas y los autores se descantado claramente por un bando, como
hace Cortázar aquí. Tampoco estoy de acuerdo con el riesgo de la
experimentación, consistente en puntuar el libro con facsímiles de noticias
periodísticas que se produjeron mientras escribía el libro original. Los
collages han formado parte de las vanguardias, hasta el punto de que puedo
escribir la palabra sin ponerla en cursiva, incumpliendo quizá la norma de la
RAE, pero siendo entendido por todos.
El Libro de Manuel fue dado de lado, con razón, por los cortazarianos
estrictos, que gozaban de su tipo de escritura sobre todo en los cuentos y,
como mucho, por los jóvenes que usamos Rayuela
como libro de cabecera (creo que Villoro dice de “autoayuda”). Luego,
desapareció. Pero muchos que vivíamos las mismas inquietudes que llevaron a
Cortázar a introducir a hierro la política en su literatura, recibimos este
libro como un regalo personal y disfrutamos de él.
Fueron tiempos en los que
violencia formaba parte de nuestra vida, casi siempre como víctimas, y
colapsaba la relaciones sociales. Los años que los italianos describieron como los años de plomo. Pasaron; el poder
pudo con todos los movimientos, les puso el marchamo de “terroristas” y el
silencio lo cubrió lo que quedaba. El olvido de esa época fue forzoso y el Libro de Manuel se convirtió en una
impertinencia burguesa. El propio Cortázar expresa sus dudas fundamentadas
sobre el libro que corrige. Pero los que vivimos esa violencia como algo
cercano, esperamos que el libro recupere la capacidad de “dar cuenta” de algo
que formó parte de la vida de muchos europeos y americanos del sur, del centro
y del norte. Algo que suele ser incomprendido por los jóvenes de después (que
alguno ya no lo son tanto). La realidad puede girar, como dice Villoro, pero
son los escritores los que ponen sobre la mesa los tuétanos de la Historia.
Pero aquí hablamos de Corrección de pruebas en Alta Provenza y
tengo que estar de acuerdo con Villoro en que es un libro inmenso y
fundamental.
*****
Cuatro extractos de la Introducción de Juan
Villoro
(pp. 6-7) «El Libro de Manuel llevó a Cortázar a un desafío del que nunca estuvo
muy seguro: comentar las noticiosas urgencias del presente desde la ficción. Corrección de pruebas es la bitácora en la que
revisa un texto que corre el peligro de envejecer con los giros de la realidad.
Todo comentario político está
sujeto a las contingencias que lo explican. Cortázar acepta con franqueza la
posibilidad de que la rebeldía armada que reivindica el Libro de Manuel pierda el significado que tiene en días en que
parece no haber otro remedio.
Viaja por las fragantes colinas
de Provenza, pensando el modo en que esa aventura hecha de papel y tinta se
relaciona con su tiempo. Cada quince minutos, la radio le trae noticias que
conforman sus intuiciones sobre la violencia: Las Olimpiadas de Múnich son
asaltadas por el terrorismo y un grupo de militantes montoneros es asesinado en
Trelew, Argentina. Con amarga certeza, el novelista comprueba que, luego de dos
años de escritura, su libro no ha perdido actualidad.»
(p. 9) «En Corrección de pruebas, el propio Cortázar entra en tensión con la
novela que acaba de terminar. Aunque defiende su vigencia y la necesidad de
publicarla, crea un seductor entramado de dudas que expresan la siempre
vacilante relación del autor con su público.»
(p. 12) «En otra carta a su
amigo Jonquières, escribió Cortázar: “Las obras impuras, pero cargadas de esa
tremenda fuerza que tiene la impureza, fascinan más que las ‘regulares’”. Corrección de pruebas pertenece a ese
género impar. Como Eladio Linazero, protagonista de El pozo, o como Antonio López en El sol del membrillo, Cortázar cuestiona un texto que se le
resiste. No lo rechaza ni abjura de él, pero siente la necesidad de compensarlo
con otro texto, más audaz y libre, donde boxea con su propia sombra.»
(pp. 14-15) «En el verano de
1972, Julio Cortázar llevó una singular bitácora de abordo. El saldo de su
travesía fue una breve obra maestra. La meta más significativa no iba a ser el
libro corregido, sino las reflexiones laterales, el taller secreto que lo
sustentaba, el modo de vida que permite una lectura singular.»
*****
Extractos del pequeño volumen de Cortázar
(pp. 23-24, tras pasar miedo por
la lluvia y la crecida del río junto al que está aparcado) «No soy más oquista
que otros, si me burlo de mí mismo es porque también esto es Manuel, una manera
de reconocer decentemente lo que no siempre se reconoce a la hora de
enrostrarles a los demás sus prescindencias y sus cobardías sin primero haber
comprobado que no se tiene la viga en el propio. Por lo demás esa noche había
trabajado duro en mi burbuja Fafner desamparada en el diluvio, y una cosa
estaba clara, la tremenda confusión del principio del libro, esa imposibilidad
que tengo de armar una novela hasta que ella lo decida, y a veces le cuesta. Sé
que es una imposibilidad, pero conozco también sus causas profundas, la
negación de lo literario como proyecto
humanista, arquitectónico, la necesidad de una apertura previa, esa
libertad que reclama todo lo que voy a hacer y, para eso, ninguna idea clara,
ningún esquema formal: ser intercesor o médium, dejar que un chileno aparezca
como si fuera a convertirse en un personaje estable del elenco y verlo
desaparecer (más bien no verlo, descubrir en algún momento que ya no está ahí,
que abrió la puerta y se mandó mudar), a la vez que algún otro va metiendo los
codos para instalarse, como Óscar por ejemplo.»
(pp. 26-27) «En fin, ya que me
acuerdo de ese viraje al empezar Manuel, pienso también que tuve miedo y me
interrogué en ese nivel que toca una ética, una conducta. Entonces qué, les vas
a dar un plato cocinado, vas a escribir para lectores previstos, vas a caer en
la trampa de la “realidad” contra la que no hace mucho te levantaste como
polenta descuidada. Tuve que luchar contra una sospecha de facilidad (la peor
que jamás podría tener en mí mismo), hasta que el mero escribir, seguir
adelante, me fue dando razón y paz. Vi bien claro que Manuel vendría en
argentino, en mi argentino que estará pasado de moda pero que todavía sirve
para jugarse el pellejo cuando llega la ocasión, y que su lectura no reclamaría
ningún código, ninguna grilla, ninguna semiótica especial; pero a la vez y
entonces, dentro de ese ómnibus lingüístico accesible a cualquier pasajero de
cualquier esquina, entonces sí apretar el fierro y acelerar a fondo, entonces
sí hablar de tanta cosa que habría que vivir de otra manera (no forzosamente la
de Manuel, que es una de las muchas posibles), buscando arrimos y tanteos,
asomos a una visión más abierta dentro de la perspectiva revolucionaria, sin
pretención de definir a un hombre nuevo
del que tan poco se sabe, dejando apenas caer algunos sueños, algunas
esperanzas en su camino futuro.»
(pp. 28-29) «En dos palabras
(mentira, ya van tres): se me da que ningún escritor de veras puede ya montar
un sistema propio y agazaparse en él. Se acabó el escritor araña, el escritor
cangrejo ermitaño, el señor que frente al caos exterior reivindica un humanismo
decimonónico, loable en su tiempo, pero pulverizado por los detergentes del
vigésimo. Entonces, descubrir en diafragma propio que los nobles reductos
huelen cada vez más a rancio, y que eso al fin y al cabo no es una catástrofe
ni una derogación, comprender que escribir es hoy otra cosa que arrancar desde
una especie de estatuto del intelectual, y que a la vez exige ser más escritor
que nunca (porque aquí te veo venir, amiguito demagogo, contentísimo de lo que
crees un triunfo de tanto compromiso vociferado por grupos, manifiestos y
congresos, y aprobado por mayorías que reemplazan el talento por el número);
irse a la montaña sin ser precisamente Zaratustra, a corregir unas pruebas de
galera poco importantes, un librito generoso y atorrante como un buen tango, y
decirse que a lo mejor no está mal contar lo que pasa, cómo el solitario de los
años cincuenta comprende cada día mejor que escribir o corregir lo escrito no
es solamente viajar de adentro para fuera sino que las afueras están ahí, como
lo estaban para morder cada día en la ración de avance del Libro de Manuel, y ahora se siguen dando en la gente que viene a
espiar a Fafner porque desde luego Fafner no es todavía un espectáculo
frecuente en las provincias francesas, un auto de donde sale un ruido de
máquina de escribir y un blues de Jimmy Rushing sin hablar de la puzza de unos canelones que se me
quemaron; la gente asomándose, la música barroca o pop o quechua –de todo hay
en las ondas francesas, me crea--, los boletín sobre los juegos olímpicos donde
Mark Spitz, pibe, para qué te cuento. Cosas así le pasan a cualquiera que
trabaja aunque nadie va a pretender que un novelista incorpore a cada párrafo,
además de su tema, lo que le está sucediendo a su alrededor; a menos que –y
aquí entro yo de nuevo, usted perdone y disculpe—eso que está sucediendo sea
también materia y concomitancia del tema, convergencia misteriosa de acontecimientos
y resonancias que suceden el tema y lo acompañan como esos perros o esos gatos
que a veces se nos apilan en un paseo, nos siguen un rato con aire de gran
adhesión y camaradería, para largarnos en cualquier esquina cuando se les acaba
el inexplicable motivo por el cuál nos habían adoptado.
El párrafo final, el de los perros y los gatos, muestra esa
escritura suelta de Cortázar que tanto nos gusta y que se esparce por todo el
texto. Pero hay además unas enseñanzas profundas que me hacen pensar que si uno
escribe aunque sea un cuento al año, haría mal en no leer este libro.
1 comentarios:
¡Vaya, cuánto tiempo sin pasar por aquí. La fecha del post, que te agradezco, coincide con los principios de un problema de retina que me ha hecho bajar bastante el tiempo dedicado a los blogs.
Parece que se va solucionando.
Un abrazo
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