jueves, 27 de octubre de 2011

Psicosis destructiva

Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932

Estimado profesor Freud:

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema de mi elección me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que nuestra civilización y la civilización en general debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte no sólo para algunas personas sino una verdadera amenaza para toda la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.

Creo, además, que aquellos que deben abordar más directamente, dadas sus responsabilidades políticas y militares, profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí respecta, el objetivo habitual de mi pensamiento no me lleva a penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.

Por mi parte, siendo inmune a las tendencias nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y acatar cualquier medida que el tribunal internacional estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a una justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) que a una justicia real y ello siempre en la medida en que esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente y realmente eficaz para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: El logro de una seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo dominante guiado esta vez por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que la oportunidad para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia [como religión oficial institucionalizada]. Estos servicios a su servicio les permiten dirigir, organizar y gobernar las emociones y sentimientos de las masas, inconscientes como el sujeto sometido a hipnosis de los verdaderos motivos de su acción diferida [la sugestión colectiva], y convertirlas también en un instrumento a su servicio.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción [canalizado de esta manera a través de racionalizaciones ideológicas e idealistas]. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge y se desencadena como acto efectivamente destructivo en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y llevarla hasta su exaltación en el poder de un delirio o una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.

Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de esas psicosis promotoras de odio y destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas analfabetas o iletradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.

Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias más restringidas: pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, y en nuestros días más a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales. No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante, de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso se nos ofrece la oportunidad de reflexionar y tal vez descubrir y proponer la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados a gran escala.

Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción disuasoria.

Muy atentamente,

Albert Einstein



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Carta de Albert Einstein a Sigmund Freud
30 de julio de 1932

1 comentarios:

Blogger T ha dicho...

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

27 de octubre de 2011, 11:58  

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