martes, 15 de marzo de 2011

—¡Mi teniente, es un caballo!

—¡Mi teniente, es un caballo!
Y Drogo lo vio, cosa inverosímil, parado al pie de la roca.
Era un caballo, no muy grande, bajo y regordete, de una curiosa belleza con sus patas finas y su crin flotante. Extraña era su forma, pero asombroso sobre todo el color, un color negro resplandeciente que manchaba el paisaje.
¿De dónde había llegado? ¿De quién era? Ninguna criatura, desde hacía muchísimos años —salvo acaso algún cuervo o alguna culebra— se había aventurado por aquellos lugares. Y ahora, en cambio, había aparecido un caballo, y se notaba de inmediato que no era salvaje, sino un animal selecto, un auténtico caballo de militares (quizá sólo las patas eran demasiado finas).
Era algo extraordinario, de inquietante significado. Drogo, Tronk, los centinelas —y también los otros soldados a través de las troneras del piso de abajo— no conseguían apartar de él los ojos. Aquel caballo rompía las reglas, volvía a traer las viejas leyendas del norte, con tártaros y batallas, llenaba con su ilógica presencia todo el desierto.
Por sí solo no significaba gran cosa, pero detrás del caballo se comprendía que tenían que llegar otras cosas. Tenía la silla en orden, como si hubiera sido montado poco antes. Había, pues, una historia en suspenso, lo que hasta ayer era absurda y ridícula superstición, podía ser cierto, por lo tanto. Drogo tenía la impresión de sentirlos, a los misteriosos enemigos, a los tártaros, agazapados entre las matas, en las grietas de las rocas, inmóviles y mudos, con los dientes apretados: esperaban la oscuridad para atacar. Y mientras tanto llegaban otros, un amenazador hormigueo que salía con lentitud de las nieblas del norte. No tenían músicas ni canciones, ni espadas centelleantes, ni hermosas banderas. Sus armas eran opacas para que no centellearan al sol y sus caballos estaban amaestrados para no relinchar.


Dino Buzzati
El desierto de los Tártaros

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