miércoles, 15 de diciembre de 2010

XLVIII

XLVIII


Bajo las gruesas hojas de la foresta hay una vida
más intrincada que la nuestra, con nuestros votos de amor,
que bulle bajo el velo de la araña en la hoja mojada.

Hay una raza de escarabajos cuya naturaleza es sangrar
la propia fuente que los nutre, hasta que el anfitrión
es un caparazón cascabeleante; lentamente se van
hacia un compañero fecundo, montando el seco fantasma.

No, no hay tal insecto, pero hay criaturas
con dos patas solamente, pero con tenazas en sus ojos,
y brazos que agarran y nos estrechan; cuelgan como sanguijuelas
en las lianas más verdes, desde las venas del paraíso.

Y a menudo, en la hembra, lo que puede parecer voluntarioso
asemejará felicidad, ese éxtasis espasmódico
que eyecta el ácido fatal del cual los hombres caen
como una hoja disecada; y esta historia natural
no está confinada a la hembra de la especie,
depende de quien gane la compra, ya que el macho,
como el escarabajo estercolero que guarda heces secas,
puede dejar a su pareja exhausta histérica, pálida.

Ésta es la sucesión, se oculta bajo un leño,
repta sobre una flor sacudida, y entonces ambos
se abrazan y olvidan; luego el epílogo usual
ocurre, donde uno yace llorando, lo cual el otro odia.

Todo lo que he logrado lo he merecido, ahora vi esto,
y aunque tuve desprecio a mí mismo por mi propio profundo dolor,
yazgo exánime en el lecho, con el mismo corazón seco
que hice de otros, hasta que me llegue el turno de nuevo.

No pudo levantar las pesadas agonías que sentí
por los vagabundeos sin padre de mis propios hijos,
pero algunas penas son como piedras y nunca se derriten,
aunque nuestras lágrimas lluevan y las estríen, y las otras,
los matrimonios disueltos como arena entre los dedos,
el per mea culpa que había vaciado toda esperanza
de las alacenas donde queda algún aroma de felicidad
en el alcanfor, en una horquilla perdida encostrada con jabón ;
el amor por el que fui bueno pareció haber sido sólo
el amor de mi arte y naturaleza; sí, fui bondadoso,
pero con tal certeza que hizo a otros solitarios,
y con tal torcida industria que me hizo ciego.

Fue un grito que llamaba desde la roca, alguna agua
que la corriente marina cruzó sola, y el llamado quedó
como el ronco eco en la concha; me llamaba desde la hija
y el hijo, me llamaba desde mi lecho al amanecer en la oscuridad
como un pescador que camina hacia el ruido blanco
del papel, luego en su hueca nave pone los remos.

Fue lo que Aquiles aprendió bajo el oscuro cielo raso
de las uvas marinas goteando con la lluvia que arrugaba la arena :
que no hay error en el amor, de sentir
el amor equivocado por la persona equivocada. La quieta isla
sazonó la herida con su sal; él vertió el balde
y vació la sentina con sus hojas de manzanillo,
pensando en la herida cosida, suturada que a Filoctetes
le dio el mar, pero cómo también el mar podía sanar
la herida. Y eso fue lo que Ma Kilman enseñó.

Ella atisbaba los dioses en las hojas, pero con sus rasgos oscurecidos
por la incansable luz y sombra, aquellos momentáneos
guardianes, como las espinas del campeche de su Señor,
o ese dorado anfitrión nombrado para su madre, María,
a través de un océano más rápido que la veloz, numerosa
y ruidosa migración de las golondrinas africanas
o los murciélagos que circundan un árbol de algodón al ocaso
cuando su vista es poderosa y las ramas sostienen la casa
del cielo ; así las deidades pululaban en la espesura
de la arboleda, esperando que se las conociera por su nombre ; pero ella
nunca los había aprendido, aunque sus sonidos estaban dentro de ella,
subyugados en los ríos de su sangre.

Erzulie, Shango y Ogun; sus rasgos desvaneciéndose, haciéndose más tenues
como se atenuaba la creencia en ellos, así que todo su poder,
sus raíces y sus rituales estaban concentrados
en la verticilada corola de esa fétida flor.
Todos los dioses insepultos, muertos por tres profundos siglos,
pero de cuyo linaje, como si las venas de ella fueran las raíces de ellos,
ululaban sus brazos, alzando las ramas
de un árbol llevado a través del Atlántico al que le brotan
hojas frescas cuando su tronco muerto reverbera en nuestras playas.

Ellos estaban allí. Ella los invocó. Habían anudado los gritos
en su garganta como una enredadera. Eran los murciélagos cuyos chillidos
son más agudos que los que oye un perro.
Ma Kilman escuchó y los vio cuando sus alas con costuras entrecruzadas
se desdibujaban en los intersticios de las hojas, fabricando una telaraña por encima, una red que le penetraba en los nervios y su piel le cosquilleaba
como si la azotaran con una ortiga.
Ella buscaba afanosamente algún signo
del pinchante matorral, y se revolvía por el pecado
de dudar de sus nombres antes de que pudiera comenzar la cura.



Omeros

Derek Walcott

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