lunes, 8 de noviembre de 2010

El encargo perfecto

De las 116 novelas premiadas por Planeta desde 1952, entre ganadoras y finalistas, apenas llegan a una docena las que, al margen de que podamos considerarlas más o menos buenas, se han convertido en una referencia ineludible para cualquier historiador de la literatura. De hecho, al poco de aparecer, en 1954, reunió en el premio nada menos que Pequeño teatro, la primera novela de Ana María Matute, tan radicalmente distinta a lo que, Cunqueiro aparte, se escribía entonces en España, y El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, novela que aún leemos y comentamos como ejemplo del nuevo realismo de los 50 y antesala de la gran novela de la década, El Jarama.

En otras dos fechas, 1978 y 1980, los Planeta también hicieron pleno, primero con La muchacha de las bragas de oro de Marsé, aunque solo fuera por su posterior desarrollo cinematográfico, y Los invitados, de Alfonso Grosso, uno de esos escritores de oficio que vieron cómo el experimentalismo los despreciaba por populares y el posmodernismo por anticuados, a pesar de libros como Florido mayo, pero al que siempre se le acababa sacando, también, partido en el cine; y segundo, en 1980, con Volaverunt, una novela histórica de las que ahora se llevan, y con El aire de un crimen, aquella apuesta de Benet, tan necesaria en su trayectoria faulkneriana, de ensayar la novela negra, y que, y si no al tiempo, quizá sea más recordada que las que ahora figuran al principio de su perfil.

Aparte de esas novelas, pocas más merecen o han merecido la memoria común. Sender escribió En la vida de Ignacio Morel en 1969; Vázquez Montalbán, la importantísima Los mares del sur, por muchas razones que darían para varias bernardinas. Terenci Moix, a su modo, se apuntó al neomodernismo posmoderno (con perdón) en 1986 con No digas que fue un sueño, en su proyecto de ser una mezcla de Oscar Wilde con Gore Vidal a la española; Torrente Ballester dio en 1988 una sencilla lección de cómo se narra una historia en Filomeno a mi pesar, una novela que, como todas las suyas que no son complicadas, no ha tenido la consideración que acaso merecía. Y, en fin, El jinete polaco es un perfecto ejemplo del testimonialismo lírico que escondió durante la década de los 90 la falta de imaginación, y que ahora, pasado el tiempo, decantadas las palabras, está más adiposa y rosariera que otra cosa, pero sigue siendo presentada en los manuales como una buena novela.

Y pare usted de contar. Ahí se termina la más bien magra aportación de los premios Planeta a la historia de la novela contemporánea. Y lo bueno es que cada vez que han apuntado a la calidad, como sucedió a finales de los 70, no solo les ha salido igual de rentable en el momento de conceder el premio sino mucho más a largo plazo. Casi todas las novelas que he nombrado siguen estando asequibles, algunas incluso en las librerías. De las otras, la tirada pudo ser más o menos grande, pero tardó menos en evaporarse su eco que en salir de las prensas, y eso que en este capítulo son tradicionalmente muy diligentes.

Últimamente, tras años de arrastrarse por el barro con operaciones comerciales de gusto asaz chabacano, parece ser que han virado rumbo al prestigio previo, y así, en los últimos años, y sobre todo después de haber acaparado buena parte de las editoras clásicas de novela, la editorial parece haber fichado a los que los críticos siempre tratan bien, Álvaro Pombo, Millás, Savater, y ahora, tras la insignificancia del año pasado, el gran Eduardo Mendoza.

Para ellos era un negocio seguro, pero me temo que no ha salido como esperaban. Pombo mandó una cosa ya vista, repetitiva e insulsa. Millás contó su vida, y además dejó caer con displicencia progre que ya lo tenía escrito y tal y cual. Qué ridículo ese desdén hacia lo que has criticado desde siempre, mientras te metes el dinero al bolsillo. Lo de Savater fue un escándalo, ya dije que deberían haber devuelto el dinero a los incautos que lo compraron, porque aquello ni era novela ni era nada.

Y ahora, en fin, le toca a Mendoza. Estoy terminando de leer Riña de Gatos y creo que esta sí va a entrar en el exiguo grupo de las elegidas, y no solo porque la haya escrito el mejor novelista que tenemos, el más capacitado técnicamente, sino porque parece un ejemplo perfecto de lo que siempre ha ido buscando Planeta en este premio y casi nunca ha encontrado: una novela popular de calidad, que entretenga y divierta a los lectores de metro pero satisfaga a los inspectores de tramas, que reúna dotes divulgativas para ilustrar pasajes de diferentes asignaturas y pronto sea lectura obligatoria en los colegios, que pueda ser sancionada por los más estrictos veladores del idioma y eche su granito de leña en esa discusión literaria sobre la guerra civil que se ha montado ahora.

Todas y estas virtudes que comentaré cuando la termine de leer las ha ensamblado Mendoza con soltura velazqueña, y en medio de un folletín canónico ha llevado sus con frecuencia ecuánimes observaciones históricas al terreno literario del disparate.

Al terminar Una comedia ligera, junto a La ciudad de los prodigios las dos cimas de la narrativa de Mendoza, el novelista hizo amago de dejar la novela. “Ya no puede escribirse que la condesa se desmaya”, vino a decir, y apuntó a una vocación teatral que había iniciado con una extraordinaria pieza, Restauración, y ha seguido hace muy poco con Gloria. Yo siempre lo achaqué al abatimiento propio de quien ha terminado una novela tan exigente y tan lograda como Una comedia ligera, convencido de que, pasados los prudentes diez años, volvería a la carga con otra voluminosa obra maestra. No fue así. Tras un par de novelas estilo cripta embrujada, a mi modo de ver irrelevantes, regresó, diez años después, en 2006, con Mauricio o las elecciones primarias, de engañosa publicidad, de la que apenas queda en la memoria la magnífica escena de la boda pero todo lo demás suena a una rápida y un tanto desganada puesta al día de Los mares del sur de Vázquez Montalbán. Tuve entonces la impresión de que Mendoza había dejado pasar la década con una novela de intenciones melancólicas que sólo revelaba la melancolía de su autor. Sea como fuese, si es que la contigüidad implica causalidad, el efecto fue magnífico, porque poco después apareció otra de sus piezas mayores, esta vez breve, ese Pomponio Flato en el que Mendoza se lucía con un castellano suficiente por sí mismo, mucho más del género específico, que bordó, y de la profusión de sus propios tópicos narrativos convenientemente reciclados.

Esta misma mañana, en la contraportada de El País, he leído algo alarmante: “En estos momentos quizá cambiaría algunas técnicas literarias. Estoy demasiado preocupado por lo que antes se llamaba prosodia”, dice en una de esas entrevistas de ingenio con sacacorchos y obligado laconismo. La sensación ha sido parecida a la que tuve cuando dijo aquello de la condesa, que luego, afortunadamente, no fue cierto; de hecho, en Riña de gatos hay condesas que se desmayan. Porque eso que Mendoza llama la prosodia es desde los tiempos del comisario Flores un bien en sí mismo, el barniz que hará durar la novela, hasta el punto de convertirse en su esencia misma, aquello que traspasa el tiempo manteniendo su interés. En Pomponio Flato llevó esa prosodia a un terreno curiosamente inexplorado, el de la prosa titoliviana, que la gente piensa que es un rollo pero resulta, amén de una delicia de musicalidad, una narración entretenidísima. Cuando Juan Benet decía buscar el estilo de Tito Livio para escribir Herrumbrosas lanzas, parecía que sólo se hubiera quedado con las proporciones, pero no con la refrescante desmesura ni mucho menos con la restallante claridad. En esa estupenda novella Mendoza tenía una razón argumental, de coherencia estética, para disfrutar como un crío con ese estilo titoliviano, y de paso también el lector, y una buena razón para seguir usándola como marca de la casa en Riña de gatos. Todos los personajes hablan con una conccinnitas extraordinaria, léxico apropiado y giros casticistas, y la novela entera es un monumento a la fraseología del español, ahora que, entre gente que miente como un cosaco y que bebe como un bellaco, está en franca descomposición. Uno de los personajes, la condesa de Igualada, la que se desmaya, se queja precisamente de eso. A veces Mendoza juguetea con lo que podríamos llamar el estilo Miranda Podadera, pero exhibe un despliegue de locuciones sin parangón en la, más que austera, simplona prosa de nuestros días, y eso por no hablar del catón del escritor en castellano, los verbos específicos, las articulaciones, las palabras de más de un vocablo, etc.

La gente ha creído, erróneamente, que escribir con libertad es escribir sin oraciones subordinantes. Quizá por eso, el estilo prosódico de Mendoza es el que llamó la atención en La verdad sobre el caso Savolta y la sigue llamando ahora. Ese estilo es la lejanía y el humor, la mirada distante con que un pintor sobrado de facultades pintaría un cuadro. Pero hace 35 años llamó la atención por cuestiones de estética posmoderna y ahora porque sus libros son un refrescante aguacero de buen castellano, ese que los editores lerdos censuran y prohíben porque la gente no lo entiende, y que la gente, cuando se lo dejan leer, lo disfruta como una golosina. Bien es verdad que en esta Riña de gatos ha utilizado a discreción la jerga del lugar convenido y el lóbrego zaguán, el espía que se sube la solapa de la gabardina y la confusióm del momento, pero el lenguaje lo es todo, y en este caso una declaración de principios: ya empieza a ser hora de que tratemos la Guerra Civil del 36 como podemos tratar la guerra de Cuba del 98 o como Galdós pudo abordar todo un siglo sin saltarse nunca la distancia necesaria.

Después del aluvión de novelas sobre la guerra civil que nos está cayendo, todas ellas obsesionadas con lo real, cuando no con lo doctrinario, que no sé qué es peor, empieza a resultar llamativo que alguien la utilice, sin más, como cañamazo de la ficción, más pendiente de Mark Twain que de emitir un veredicto ideológico para el que no hace falta una novela y suele sobrar con un artículo. Mendoza elige a un inglés, Anthony Whiteland, colega, no conmilitón, del grupo de Cambridge, pero también experto en pintura, como Blunt, en este caso del barroco español. El propio autor lo resume en dos líneas, como conviene que pueda resumirse una novela: “Anthony había ido a Madrid a tasar un cuadro y sin saber cómo se había convertido en el punto de colisión de todas las fuerzas de la Historia de España.” Ese Anthony ve desde fuera, reduce las cosas a la simple formulación del extranjero, y este método ilustrado es del todo conveniente para enfrentarse a una época tan espinosa en una novela de aventuras que, por encima de cualquier otra consideración, debe ser divertida. Aunque, todo sea dicho, de paso le permite reducir la ciudad de Madrid a unos cuantos nombres de calles y un ambiente de jolgorio inconsciente y churros aceitosos que tiene de gracioso lo mismo que de tópico.

Pero el encargo consistía en practicar un género, la novela de aventuras, con una trama de novela popular, plagada de sobresaltos y momentos cómicos, de sorpresas y revelaciones, de misterios de salón y lances de pasión desmelenada. Es decir, un folletín, un buen folletín, que no solo habría resistido estupendamente la publicación periódica sino que respeta todas sus convenciones salvo una: nunca es ñoño ni melodramático, antes bien irónico y con frecuencia cínico, y eso a pesar de que cualquiera de las tres figuras femeninas, espléndidas las tres, podría haberlo llevado por derroteros más lacrimógenos o calenturientos.

La trama es folletinesca, sí, pero no previa. Mendoza utiliza el método de la escritura desatada, el de Cervantes, que consiste en la alternancia de la sorpresa y la reaparición. Cada personaje lanza un cabo y en todos ellos se enreda el atribulado protagonista, que, al contrario que en algunas novelas del principio, puede cambiarse de ropa con relativa frecuencia, aunque se ponga perdido nada más salir a la calle, y pasa hambre si no come, y también sufre pesadillas propias de las digestiones pesadas. Trenzar una novela es ir recogiendo cabos y tirando otros, de tal modo que sea la propia extensión de la novela la que vaya creando una ilusión laberíntica que no responde más que a la sorpresa del propio narrador, que, salvo en algunos detalles de atrezzo (el pañuelo ensangrentado, la dirección en la servilleta), nunca es previsible. Uno goza de la sensación de saber tanto como Mendoza de lo que está leyendo y el giro que la trama puede dar, otra de las leyes sagradas del buen folletín, quizá la más difícil de todas, amparada en este caso por el juego especular de las falsas apariencias, que en este caso está muy bien representado, por ejemplo, con el obrero Higinio Zamora. El truco está en que la reaparición del personaje culmine un capítulo con sorpresa y dé continuidad al siguiente, hasta otra reaparición distinta.

Con este andamiaje construye Mendoza su relato, el recurso al diálogo constante, muchas veces recapitulador, y ciertos toques digresivos sobre el momento histórico del 36 o la vida y obra de Velázquez, sin olvidar el cameo de personajes históricos de la Falange y la derecha golpista, Franco, Mola y toda la parentela, amén de un Azaña en el que confluye la verdadera contribución ideológica de esta novela con el tuétano de la trama velazqueña que le da cuerpo.

No, no es una novela madrileña, más allá de los churros, los cocidos, los laístas y los leístas. Madrid es, a lo sumo, “una ciudad alegre, generosa y superficial”, y según los casos “una ciudad sucia, revuelta, (donde) la gente no sabe estar en su sitio”, como dice el agregado de embajada Harri Parker. Esta es una novela de intriga y lances cómicos históricos, deshuesada de ambientes a medida que los diálogos van acaparando el contenido cada vez más turbulento y apretado de la trama. Las últimas páginas son de un traqueteo argumental propio de una feria de atracciones, y en toda ella “los sentimientos y las acciones sólo son mecanismos ingeniosos para divertir a un público abandonado a las convenciones de la farsa”, según reflexiona el protagonista a propósito del momento histórico que le ha tocado vivir tan de cerca, sobre la base de “la intersección de los múltiples agentes implicados en el caso”, como dice en otro lugar.

Pero claro, la farsa es histórica, y de cuando en cuando, con extraordinaria amenidad, Mendoza inmiscuye sus puntos de vista sobre la situación real, en este caso no muy novedosos. Primo de Rivera es un señorito al que no pueden ver los militares, Franco es tan ladino, astuto y anormalmente inconmovible como en realidad fue. Para el duque, traficante de armas y cuadros, “la revolución bolchevique, la que viene de abajo, es irreversible; por el contrario, la que viene de arriba es pura retórica, porque no se nutre de la lucha de clases ni la fomenta”. Para Azaña, por quien Mendoza profesa franca simpatía, “cada muerte violenta es un paso más hacia el abismo”. “Si no detenemos la rueda, pronto no habrá vuelta atrás”, dijo y dice don Manuel, el Felipe IV de aquel derrumbamiento, que encontraba más profundo un cuadro de su adorado Velázquez que la política internacional. Un hombre abatido por su propia integridad, no como Niceto Alcalá Zamora, cuyo último giro cómico en la novela merece la pena no desvelar.

Y, en fin, Velázquez, en quien “la realidad y la pintura se confundían a menudo”, con quien Mendoza parece compartir punto de vista. “También es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica”. Los pocos pasajes de verdadera emoción más allá de la minuciosa orfebrería argumental son precisamente aquellos en los que habla del amor de Anthony por Velázquez, no así de ternura, que desparrama por sus personajes femeninos con una facilidad asombrosa. Paquita no está a la altura de la maravillosa Marichuli Mercadal, pero ahí le anda, y porque, entre semejante tráfico de intervenciones, la pobre no tiene más papel. Pero con el que tiene se come la pantalla. O la Toñina, pobrecica, a quien Mendoza trata con cariño contagioso pero también con un punto de mala leche: no en vano la envía a Barcelona, a que se meta en la Vida privada de Sagarra.

Los otros, la izquierda, están tan solo esbozados a carboncillo. Higinio, el buen obrero, algún fantasmagórico agente ruso y pare usted de contar. Pero la novela está centrada en otro detalle, siempre de lo particular a lo general, y ahí la novela gira en torno a lo que significó el fascismo en España y a la incapacidad de un gobierno que se aferraba a sus métodos democráticos cuando el desastre, por uno y otro lado, ya se había desatado. Y al final es hasta condescendiente: de algún modo había que compensar el caso insólito en la literatura española de que un personaje se cepille a la novia de José Antonio Primo de Rivera.



Antonio Castellote

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