Providence
“Su hogar era una gran mansión de estilo georgiano edificada en la cumbre de la colina que se alza al este del río y desde cuyas ventanas traseras se divisan los chapiteles, las cúpulas, los tejados y los rascacielos de la parte baja de la ciudad, al igual que las colinas purpúreas que se yerguen a lo lejos, en la campiña. En esa casa nació y a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo rojo, le sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca construida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasaban, siempre a lo largo de aquella calle suntuosa, junto a mansiones de ladrillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas columnas dóricas que dormían, seguras y lujosas, entre generosos patios y jardines, y continuaban en dirección a los imponentes edificios de la universidad.
Le habían paseado también a lo largo de la soñolienta Congdon Street, situada algo más abajo en la falda de la colina y flanqueada de edificios orientados a levante y asentados sobre altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguas, ya que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la llanura hasta las alturas, y en aquellos paseos Ward se había ido empapando del colorido de una fantástica ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect Terrace a charlar con los guardias, y uno de los primeros recuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía hacia occidente, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas que una tarde de invierno contemplara desde aquella terraza y que se destacaba, violento y místico, contra una puesta de sol febril y apocalíptica llena de rojos, de dorados, de púrpuras y de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océano, la vasta cúpula marmórea del edificio de la Cámara Legislativa con la estatua que la coronaba rodeada de un halo fantástico formado por un pequeño claro abierto entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del crepúsculo.
Cuando creció empezaron sus famosos paseos, primero con su niñera, impacientemente arrastrada, y luego solo, hundido en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba niveles más antiguos y fantásticos de la vieja ciudad. Bajaba por Jenckes Street, bordeada de paredes negras y frontispicios coloniales, hasta el rincón de la umbría Benefit Street donde se detenía frente a un edificio de madera centenario, con sus dos puertas flanqueadas por pilastras jónicas. A un lado se alzaba una casita campestre de enorme antigüedad, tejadillo estilo holandés y jardín que no era sino los restos de un primitivo huerto, y al otro la mansión del juez Durfee, con sus derruidos vestigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios iban convirtiéndose lentamente en suburbios, pero los olmos gigantescos proyectaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el muchacho gustaba de callejear, en dirección al sur, entre las largas hileras de mansiones anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Charles podía imaginar aquellos edificios tales como cuando la calle fue nueva, coloreados los frontones cuya ruina era ahora evidente.
Hacia el oeste el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí bajaba Ward hacia la antigua Town Street que los fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la orilla del río en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas donde se apiñaban las casas de inmensa antigüedad, pero, a pesar de la fascinación que sobre él ejercían, hubo de pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a recorrer su arcaica verticalidad por miedo a que resultaran ser un sueño o la puerta de entrada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arriesgado continuar a lo largo de Benefit Street y pasar junto a la verja de hierro de la oculta iglesia de San Juan, la parte trasera del Ayuntamiento edificado en 1761, y la ruinosa posada de la Bola de Oro, donde un día se alojara Washington. En Meeting Street -la famosa Gaol Lane y King Street de épocas posteriores-, se detenía y volvía la mirada al este para ver el arqueado vuelo de escalones de piedra a que había tenido que recurrir el camino para trepar por la ladera, y luego hacia el oeste, para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al busto de Shakespeare que adorna la fachada del edificio donde se imprimió, en días anteriores a la Independencia, la Providence Gazette and Country Journal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptista, construida en 1775, con su inigualable chapitel, obra de Gibbs, rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían flotar en el aire. Desde aquel lugar, en dirección al sur, las calles iban mejorando de aspecto hasta florecer, al fin, en un maravilloso grupo de mansiones antiguas, pero hacia el oeste, las viejas callejuelas seguían despeñándose ladera abajo, espectrales en su arcaísmo, hasta hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pasado de intermediario con las Indias Orientales, entre miseria y vicios políglotas, entre barracones decrépitos y almacenes mugrientos, entre innumerables callejones que han sobrevivido a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correo, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Libra, Dólar y Centavo.
Mas tarde, una vez que creció y se hizo más aventurero, el joven Ward comenzó a adentrarse en aquel laberinto de casas semiderruidas, dinteles rotos, peldaños carcomidos, balaustradas retorcidas, rostros aceitunados y olores sin nombre. Recorría las callejuelas serpenteantes que conducían de South Main a South Water, escudriñando los muelles donde aún tocaban los vapores que cruzaban la bahía, y volvía hacia el norte dejando atrás los almacenes construidos en 1816 con sus tejados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente Grande donde continúa firme sobre sus viejos arcos el mercado edificado en 1773. En aquella plaza se detenía extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad antigua que corona la vasta cúpula de la nueva iglesia de la Christian Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo. Le gustaba llegar allí al atardecer cuando los rayos del sol poniente tocan los muros del mercado y los tejados centenarios, envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde antaño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una prolongada contemplación se embriagaba con amor de poeta ante el espectáculo, y en aquel estado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer subiendo lentamente la colina, pasando junto a la vieja iglesita blanca y recorriendo callejas empinadas donde los últimos reflejos del sol atisbaban desde los cristales de las ventanas y las primeras luces de los faroles arrojaban su resplandor sobre dobles tramos de peldaños y extrañas balaustradas de hierro forjado.
Otras veces, sobre todo en años posteriores, prefería buscar contrastes más vivos. Dedicaba la mitad de su paseo a los barrios coloniales semiderruidos situados al noroeste de su casa, allí donde la colina desciende hasta la pequeña meseta de Stampers Hill, con su ghetto y su barrio negro arracimados en torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boston antes de la Independencia, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles George, Benevolent, Power y Williams, donde permanecen incólumes las antiguas propiedades rodeadas de jardincillos cercados y praderas empinadas en que reposan tantos y tantos recuerdos fragantes.”
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“… el joven llegó a Nueva York en el Homeric y recorrió en autobús la distancia que le separaba de Providence. Absorbió en aquel recorrido ansiosamente con la mirada la belleza de las colinas verdes y onduladas, de los huertos fragantes en flor y de los pueblos de blancas torres de la antigua Connecticut. Era su primer contacto con Nueva Inglaterra después de una ausencia de casi cuatro años. Cuando el autobús cruzó el Pawcatuck y se adentró en Rhode Island entre la magia de la luz dorada de aquella tarde primaveral, su corazón rompió a latir con rapidez desusada. La entrada en Providence por las amplias avenidas de Reservoir y Elmwood le dejó sin respiración a pesar de que para entonces se hallaba ya hundido en las profundidades de una erudición prohibida. En la plaza donde confluyen las calles Broad, Weybosset y Empire vio extenderse ante él a la luz del crepúsculo las casas y las cúpulas, las agujas y los chapiteles del barrio antiguo, ese paisaje tan bello y que tanto recordaba. Sintió también una extraña sensación mientras el vehículo avanzaba hacia la terminal situada detrás del Biltmore revelando a su paso la gran cúpula y la verdura suave, salpicada de tejados, de la vieja colina situada más allá del río y la esbelta torre colonial de la Iglesia Baptista cuya silueta rosada destacaba a la mágica luz del atardecer sobre el verde fresco y primaveral del escarpado fondo.
¡La vieja Providence! Aquella ciudad y las misteriosas fuerzas de su prolongada historia le habían impulsado a vivir y le habían arrastrado hacia el pasado, hacia maravillas y secretos cuyas fronteras no podía fijar ningún profeta. Allí esperaba lo arcano, lo maravilloso o lo aterrador, aquello para lo cual se había preparado durante años de viajes y de estudio. Un taxi le condujo hasta su casa pasando por la Plaza del Correo, desde donde pudo vislumbrar el río, el mercado viejo y el comienzo de la bahía, y siguió colina arriba por Waterman Street hasta llegar a Prospect, donde la cúpula resplandeciente y las columnas jónicas del templo de la Christian Science, iluminadas por el sol poniente, despedían destellos rojizos hacia el norte. Vio luego las mansiones que habían admirado sus ojos de niño y las pulcras aceras de ladrillo tantas veces recorridas por sus pies infantiles. Y al fin el edificio blanco de la granja a la derecha, y a la izquierda el porche clásico y los miradores de la casa donde había nacido. Oscurecía y Charles Dexter Ward había llegado a casa.”
H. P. Lovecraft
El caso de Charles Dexter Ward
4 comentarios:
También yo he llegado a casa, pero a la mía. Y ya me asomo a la ventana y doy señales de que estoy en ella.
Gran relato este, ¿verdad? Inquietante.
Veo que ha regresado del agro. Espero que indemne. Un abrazo.
Ya pensaba que ahora se había ido usted, aprovechando ese respiro de septiembre en el que se suele concebir a los que, como yo, petamos de nacimientos el mes de mayo.
Nadie sale indemne de las oscuras comarcas del carbón.
Es que, modestamente confuso, había salido a pasear. ¡Enhorabuena!
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