martes, 18 de enero de 2011

Tabaquería

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de las cosas por debajo de las piedras y de los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres.
Con el Destino conduciendo la carroza de todo por el camino de nada.

Estoy hoy vencido, como si supiese la verdad.
Estoy hoy lúcido, como si fuese a morirme,
y no tuviese más hermandad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la hilera de vagones de un tren, y una partida pitada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos en la ida.

Estoy hoy perplejo como quien pensó y encontró olvido.
Estoy hoy dividido entre la lealtad que le debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

Fallé en todo.
Como no me hice propósito alguno, tal vez todo fuese nada.
Del aprendizaje que me dieron,
me descolgué por la ventana de detrás de la casa.
Fui hasta el campo con grandes propósitos.
Pero allí encontré sólo yerbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Salgo de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?

¿Qué sé yo de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan que son lo mismo que no puede haber tantos!
¿Genio? En este momento
cien mil cerebros se conciben en sueños genios como yo,
y la historia no destacará ¿quién sabe?, ni uno solo,
ni quedará sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos chalados con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí.
¿En cuantas buhardillas y no buhardillas del mundo
no estarán a esta hora genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
–sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas–,
Y quién sabe si realizables,
nunca verán la luz del sol real ni encontrarán oídos de gente?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que Napoleón hizo.
He apretado al pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he hecho filosofías en secreto que ningún Kant escribió.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no nació para eso;
seré siempre sólo el que tenía cualidades;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta junto a una pared sin puerta,
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámeme la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que me encuentra el cabello,
y el resto que venga si viniere, o tuviere que venir,
o que no venga.
Esclavos cardiacos de las estrellas,
conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama;
pero despertamos y él es opaco,
nos levantamos y él es ajeno,
salimos de casa y él es la tierra entera,
más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(Come chocolates, pequeña;
¡come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo sino chocolates.
Mira que las religiones todas no enseñan más que la confitería¡
Come, pequeña sucia, come!
¡Pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que los comes!
Pero yo pienso y, al sacar el papel de plata, que es de hojas de estaño,
lo tiro todo al suelo, como he tirado la vida.)
Pero al menos queda la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico quebrado ante lo Imposible.
Pero al menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos en el gesto ancho con el que tiro
la ropa sucia que soy, sin lista, al decurso de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como estatua que fuese viva,
o Patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y coloreada,
o marquesa del siglo dieciocho, escotada y lejana,
o cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
o no sé qué moderno no concibo bien el qué,
todo eso, sea lo que fuere que seas, si puede inspirar, ¡que inspire!

Mi corazón es un cubo vaciado.
Como los que invocan espíritus invocan espíritus me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me asomo a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)
Viví, estudié, amé, y hasta creí,
y hoy no hay mendigo que no envidie sólo por no ser yo.
Le miro a cada uno los andrajos y las llagas y la mentira,
y pienso: tal vez nunca vivieses ni estudiases ni amases ni creyeses
(porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
tal vez hayas existido sólo, como un lagarto al que le cortan el rabo
y que es rabo aquende el lagarto meneadamente.

Hice de mí lo que no supe,
Y lo que podía hacer de mí no to hice.
El dominó que vestí estaba equivocado.
Me conocieron en seguida por quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
estaba pegada a la cara.
Cuando me la quité y me vi al espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, ya no sabía vestir el dominó que no me había quitado.
Tiré la máscara y dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la administración
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
quien me diera encontrarte como a una cosa que yo hiciese,
no quedase siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo,
como una alfombra en la que un borracho tropieza
o un felpudo que los gitanos robaron y que no valía nada.
Pero el Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta y se quedó a la puerta.
Lo miró con la incomodidad de la cabeza mal vuelta
y con el desconsuelo del alma mal-entendiendo.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, yo dejaré versos,
En determinado momento morirá el letrero también, y los versos también.
Después de determinado momento morirá la calle en donde estuvo el letrero,
y la lengua en la que fueron escritos los versos.
Morirá después el planeta girante en que todo esto pasó.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente
continuará haciendo cosas como versos y viviendo por debajo de cosas como letreros,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño de misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.

Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo enérgico, convencido, humano,
y voy a intentar escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un pitillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el pitillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como a una ruta propia,
y gozo, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de estar malhumorado.

Después me echo hacia atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.

(Si yo me casara con la hija de mi lavandera
tal vez fuese feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla.

Voy a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (metiendo el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah lo conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta.)
Como por un instinto divino el Esteves se volvió y me vio.
Me hizo señas de adiós, le grité: ¡Adiós Esteves!, y el universo
se me reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el dueño de la tabaquería sonrió.


Fernando Pessoa

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