Vindicación de John Irving
Bien avanzada la novela, cuando el protagonista, Daniel Baciagalupo, reflexiona sobre el hecho de escribir novelas, John Irving lanza un conmovedor alegato a favor de la ficción, harto de que los periodistas le pregunten sólo por qué hay de real en sus novelas, como si el hecho de imaginar las historias o inventarse los personajes obrara en detrimento de la obra. Es uno de los lados, digamos, melancólicos de la novela: Irving despotrica contra esta fiebre antificticia que sólo afecta a las novelas, habida cuenta de que en las series televisivas de factura industrial la ficción sí es aceptada. Pero en el arte de novelar, aquí y, por lo visto, también en Estados Unidos, se conoce que también los novelistas de genio, es decir, de imaginación, se ven obligados poco menos a justificar el hecho de que se inventen lo que escriben. Cómo explicar a esos ignaros periodistas que la ficción tiene una gramática distinta que la vida real. Cómo decirles que redactar o colocar tipos y ponerlos a charlar es algo que puede hacer cualquiera, pero que dejarse llevar por lo que la historia cuenta está reservado a los novelistas de verdad.
Irving se queja de eso y también de la tabarra que le han dado estos últimos años para que se posicionase (horribile dictu) en cuestiones políticas. Sería de esperar que con esta novela no volviesen a marearle, porque esta novela sí que está posicionada, y mucho; no más, en cualquier caso, que Las normas de la casa de la sidra o Una oración por Owen Meany, por ejemplo. Pero aquí sí es muy explícito y hay algo que vincula la novela con otras bien conocidas en Europa como Brooklin Follies, de Auster, o Firmin, de Sam Savage. En todas estas novelas (y también lo he visto en Doctorow) hay una especie de alegato a favor del afecto básico entre las personas. El tratamiento que Auster e Irving dan al 11-S viene a decirnos que lo único que puede salvar este caos es la solidaridad al margen de las familias o los estatus. Nos vamos reagrupando por afectos, y la amistad es bastante más sólida que el amor.
Última noche en Twisted River cuenta la historia de un escritor, muy obviamente trasladable a Irving, que sin embargo no se deja arrastrar por la autobiografía. La vida en los bosques en los años 40, el jipismo de los sesenta o la guera de Irak están tratados con soluciones ficticias y referentes reales. Casi todas sus novelas aparecen sugeridas. Tampoco hace falta una exégesis joyceana para encontrar las citas. Daniel Baciagalupo es John Irving, pero John Irving no es Daniel Baciagalupo. Reconocemos detrás al escritor pero lo que nos cuenta es demasiado novelesco para ser cierto. Afortunadamente novelesco, diría yo. Pertenecen a la gramática de la ficción, no de la vida, la historia del sartenazo en la frente del oso, la de la muerte del joven ganchero, la de la paracaidista desnuda, las de las múltiples mujeres abundosas que pueblan casi toda la novela, madres de anchas caderas, pechos frutales y una subyugante desinhibición. La única mujer con la que Irving se sobra, Keith, la madre Kennedy (qué buena historia, en su momento y ahora), es también la única delgada.
Irving nos puede hablar de su vida o del hecho de escribir. Puede usar elementos de cohesión estructural exageradamente literarios (como es el caso del final, que, cosa rara en Irving, no es buenísimo). Lo que le exigimos es que cree un mundo con su prosa transparente, que nos cuente cosas de los gancheros que desconocíamos, recetas culinarias exquisitas o técnicas para tatuar, pero que cuatro o cinco veces por novela nos cuente una gran historia, y que el conjunto, ese patch-work tan recosido que usa Irving, también sea una gran historia. Esto no es una cualidad específica de Irving: es la que debería poseer cualquier novelista. Por eso suena tan melancólico que un pedazo de escritor como él sienta la necesidad de reivindicarse.
Este método, al mismo tiempo, siempre protege al autor de cierta clase de crítica. Crea personajes demasiado buenos para el protagonista, que lucha por recuperar su papel contra los ecos de otros personajes sometidos por el autor a un cometido secundario. Es el caso de Ketchum, el buen salvaje, que se merecía una sola novela de la que fuese absoluto protagonista, o del padre incluso, o de un puñado de aquellas mujeres, la extraordinaria Pam La Seis Jarras, el Ángel del Cielo, incluso la prolífica Keith. Aquí las citas tampoco son difíciles de reconocer. Ketchum es el pueblo de Idaho donde se mató Ernest Hemingway, y Ketchum, el personaje, es, por así decirlo, la conciencia narrativa del protagonista, el que una y otra vez le insiste en que no evite los lados más oscuros de la narración. Ketchum, como Hemingway, caza osos y tiene una cultura intuitiva, tiene opiniones drásticas y escoge el momento de morir en soledad.
Pero el protagonista es la contrafigura del autor, que pasa por el libro contemplando a su galería de espléndidos personajes, y de paso su galería de espléndidas novelas. Irving ha querido atar toda esta pasarela de tipos interesantísimos con una historia demasiado literaria, la del alguacil loco, con escenas que más de una vez me hicieron pensar si Irving no está tirándoles los tejos a los hermanos Coen. Después de los palos que le dieron por la obsesión documental de Hasta que te encuentre, Irving no deja que las historias se le desparramen. Todo es un puzzle pero su encaje debe resultar ágil y claro. Lo que no sé es si Irving ya previó que el verdadero esqueleto del libro, aquello que lo maciza y lo hace uno, no es tanto la historia sino la, otra vez, melancolía que desprende el autor. Los hijos muertos, las mujeres imposibles, las madres perdidas, todo aquello que siempre ha atraído al novelista Irving ahora es un repaso emocionado y triste a su propia obra, es decir, a su propia vida. Lo que de veras le ha pasado a Irving son las grandes historias dickensianas que nos cuenta. Su certera opinión sobre los jipis, o sobre la guerra del Vientnam, o sobre aquel monstruo ridículo –pero mortífero- que se llamó Bush, o, en fin, sobre el 11-S, un asunto que se nota que Irving tenía pendiente y que no es ni de lejos la mejor historia de la novela, nos interesa porque todo está muy bien contado, pero mucho menos que ver en acción al cazador de osos, el hombre que, otra vez, se mira la mano con ganas de cortársela, o a cualquiera de las mujeres fellinianas que abarrotan la novela. Hay varias historias mejores que las que sirven para dar una opinión política. En realidad hay un buen puñado de ellas, que es a fin de cuentas lo que me interesa.
Antonio Castellote
Bernardinas
Irving se queja de eso y también de la tabarra que le han dado estos últimos años para que se posicionase (horribile dictu) en cuestiones políticas. Sería de esperar que con esta novela no volviesen a marearle, porque esta novela sí que está posicionada, y mucho; no más, en cualquier caso, que Las normas de la casa de la sidra o Una oración por Owen Meany, por ejemplo. Pero aquí sí es muy explícito y hay algo que vincula la novela con otras bien conocidas en Europa como Brooklin Follies, de Auster, o Firmin, de Sam Savage. En todas estas novelas (y también lo he visto en Doctorow) hay una especie de alegato a favor del afecto básico entre las personas. El tratamiento que Auster e Irving dan al 11-S viene a decirnos que lo único que puede salvar este caos es la solidaridad al margen de las familias o los estatus. Nos vamos reagrupando por afectos, y la amistad es bastante más sólida que el amor.
Última noche en Twisted River cuenta la historia de un escritor, muy obviamente trasladable a Irving, que sin embargo no se deja arrastrar por la autobiografía. La vida en los bosques en los años 40, el jipismo de los sesenta o la guera de Irak están tratados con soluciones ficticias y referentes reales. Casi todas sus novelas aparecen sugeridas. Tampoco hace falta una exégesis joyceana para encontrar las citas. Daniel Baciagalupo es John Irving, pero John Irving no es Daniel Baciagalupo. Reconocemos detrás al escritor pero lo que nos cuenta es demasiado novelesco para ser cierto. Afortunadamente novelesco, diría yo. Pertenecen a la gramática de la ficción, no de la vida, la historia del sartenazo en la frente del oso, la de la muerte del joven ganchero, la de la paracaidista desnuda, las de las múltiples mujeres abundosas que pueblan casi toda la novela, madres de anchas caderas, pechos frutales y una subyugante desinhibición. La única mujer con la que Irving se sobra, Keith, la madre Kennedy (qué buena historia, en su momento y ahora), es también la única delgada.
Irving nos puede hablar de su vida o del hecho de escribir. Puede usar elementos de cohesión estructural exageradamente literarios (como es el caso del final, que, cosa rara en Irving, no es buenísimo). Lo que le exigimos es que cree un mundo con su prosa transparente, que nos cuente cosas de los gancheros que desconocíamos, recetas culinarias exquisitas o técnicas para tatuar, pero que cuatro o cinco veces por novela nos cuente una gran historia, y que el conjunto, ese patch-work tan recosido que usa Irving, también sea una gran historia. Esto no es una cualidad específica de Irving: es la que debería poseer cualquier novelista. Por eso suena tan melancólico que un pedazo de escritor como él sienta la necesidad de reivindicarse.
Este método, al mismo tiempo, siempre protege al autor de cierta clase de crítica. Crea personajes demasiado buenos para el protagonista, que lucha por recuperar su papel contra los ecos de otros personajes sometidos por el autor a un cometido secundario. Es el caso de Ketchum, el buen salvaje, que se merecía una sola novela de la que fuese absoluto protagonista, o del padre incluso, o de un puñado de aquellas mujeres, la extraordinaria Pam La Seis Jarras, el Ángel del Cielo, incluso la prolífica Keith. Aquí las citas tampoco son difíciles de reconocer. Ketchum es el pueblo de Idaho donde se mató Ernest Hemingway, y Ketchum, el personaje, es, por así decirlo, la conciencia narrativa del protagonista, el que una y otra vez le insiste en que no evite los lados más oscuros de la narración. Ketchum, como Hemingway, caza osos y tiene una cultura intuitiva, tiene opiniones drásticas y escoge el momento de morir en soledad.
Pero el protagonista es la contrafigura del autor, que pasa por el libro contemplando a su galería de espléndidos personajes, y de paso su galería de espléndidas novelas. Irving ha querido atar toda esta pasarela de tipos interesantísimos con una historia demasiado literaria, la del alguacil loco, con escenas que más de una vez me hicieron pensar si Irving no está tirándoles los tejos a los hermanos Coen. Después de los palos que le dieron por la obsesión documental de Hasta que te encuentre, Irving no deja que las historias se le desparramen. Todo es un puzzle pero su encaje debe resultar ágil y claro. Lo que no sé es si Irving ya previó que el verdadero esqueleto del libro, aquello que lo maciza y lo hace uno, no es tanto la historia sino la, otra vez, melancolía que desprende el autor. Los hijos muertos, las mujeres imposibles, las madres perdidas, todo aquello que siempre ha atraído al novelista Irving ahora es un repaso emocionado y triste a su propia obra, es decir, a su propia vida. Lo que de veras le ha pasado a Irving son las grandes historias dickensianas que nos cuenta. Su certera opinión sobre los jipis, o sobre la guerra del Vientnam, o sobre aquel monstruo ridículo –pero mortífero- que se llamó Bush, o, en fin, sobre el 11-S, un asunto que se nota que Irving tenía pendiente y que no es ni de lejos la mejor historia de la novela, nos interesa porque todo está muy bien contado, pero mucho menos que ver en acción al cazador de osos, el hombre que, otra vez, se mira la mano con ganas de cortársela, o a cualquiera de las mujeres fellinianas que abarrotan la novela. Hay varias historias mejores que las que sirven para dar una opinión política. En realidad hay un buen puñado de ellas, que es a fin de cuentas lo que me interesa.
Antonio Castellote
Bernardinas
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